El nombre Jesús, “Ιησούς (iesous)” en griego, se originó de nombre Hebreo ישוע (yeh-ho-shoo’-ah(, significa “Jehová es salvación”.
Cristo es משיח (mashiyach) en hebreo y “Χριστός (khris-tos)” en griego, significando “el ungido”. El nombre Cristo es la denominación en el Nuevo Testamento para el Mesías del Antiguo Testamento. La expresión “ό Χριστός (ho khris-tos)” que aparece con frecuencia en los cuatro evangelios es la palabra “Cristo” precedida por el artículo definido “el” diciéndonos que Jesús es en Sí mismo Dios absoluto. Dios el Padre, envió a Su propio Hijo para liberar a todos los que vivimos en este mundo de todos los pecados.
En sentido estricto, estos dos nombres de “Jesús” y “Cristo” no son realmente permutables. El nombre “Jesús” es el nombre del Salvador que vino como el Intercesor de la humanidad, como el pacificador entre Dios y los seres humanos. Pero el nombre “Cristo” significa “el Ungido”, originado de las tradiciones de la región antigua del Oriente Medio —es decir, del ritual de ungirlos para distinguir a los elegidos para llevar las responsabilidades de las altas posiciones.
Para la gente de Israel en los tiempos del Antiguo Testamento, esta tradición se originó por el mandato de Dios. Ellos ungían a profetas, a sacerdotes, y a reyes (1 Reyes 19:16, Salmo 133:2). Este era el ritual que públicamente afirmaba ante todos el hecho de que esos elegidos por Dios eran capaces para los deberes de cada cual. Tales rituales simbólicos del Antiguo Testamento, sin embargo, eran válidos solamente durante cierto período cuando esta persona elegida con tales deberes estaba viva, y aun así su capacidad para cumplir sus deberes era imperfecta. Estos hechos implican que los Israelitas no podían sino esperar para que viniera El perfecto quien sería ungido por Dios Mismo.
En tal contexto, estaba el nacimiento de Uno quien sería especialmente ungido por el Espíritu Santo para cumplir con la justicia de Dios (Mateo 3:15-17, Marcos 1:10-11, Lucas 3:21-22). Jesús mismo ha atestiguado en esto, “El Espíritu del SEÑOR está sobre mi, por cuanto me ha ungido…” (Lucas 4:18; ver también Isaías 61:1). Así, el nombre “Cristo” significa “el Ungido” quien salva a Su pueblo del pecado. No solamente contiene el nombre de Cristo Sus deberes como el Redentor y el Intercesor, sino también su autoridad y poder manifestado en el cumplimiento perfecto de estos deberes.
Cualidades de Cristo
Cristo ya existía incluso antes de la creación (Efesios 1:4). Explicando la voluntad que Dios tenía incluso antes de la creación, Pablo dijo, “de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, Las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Efesios 1:10).
Para cumplir Su voluntad, Dios envió a esta tierra a su único Hijo amado, al que Él había prometido y que sería ungido. El linaje de la familia de este Hijo de Dios se muestra más detalladamente en el pacto que Dios estableció con Abraham —es decir, Él vendría como uno de los descendientes de Abraham, y todas las naciones serían bendecidas debido a Él (Génesis 22:17-19). Esta era la promesa de Dios.
Jacobo, mientras bendecía a sus hijos en la hora de su muerte, también dijo que el Mesías vendría como un descendiente de Judá (Génesis 49:10). Los profetas de los últimos tiempos revelaron con más detalle las cualidades y los ministerios del Mesías. Según Isaías 53, fue profetizado que Cristo tomaría sobre sí mismo los pecados de su pueblo, sería crucificado, sufriría en las manos de la gente y sería abandonado por él, y finalmente muerto y sepultado.
(1) la naturaleza divina de Jesucristo: Jesucristo ha existido no solo incluso antes de la creación, sino que Él ha existido como el Dios eterno y verdadero. Además, aunque Él vino a esta tierra en la carne de un hombre, Él ha continuado siendo Dios Mismo (Juan 1:1, 14). Como Romanos 9:5 establece, “el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén”.
La confesión de la Iglesia de Dios sobre la naturaleza divina de Jesucristo no es una confesión hecha por el hombre, porque en esto se funda la revelación de Dios Mismo (Mateo 16:17). Además, todas las verdades de la Biblia describen explícitamente la naturaleza divina de Cristo, sin ambigüedades (Miqueas 5:2; Isaías 9:6). En el Nuevo Testamento, la verdadera divinidad de Cristo el Salvador a menudo es solemnemente declarada por Cristo Mismo. Pedro también confesó a Jesús, “Tu eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16; ver también Marcos 8:29 y Lucas 9:20).
Además, Pablo también dijo, “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”. (Filipenses 2:6). Juan, mientras oraba a Cristo, también confesó, “Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20). Cuando Caifás el sumo sacerdote preguntó a Jesús, “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios”. Jesús le contestó, “Tú lo has dicho” (Mateo 26:63-64; ver también Marcos 15:2).
En otras ocasiones, Jesús también dijo que Él y Dios Padre eran uno (Juan 10:30), y que Él había existido antes de Abraham (Juan 8:58). Cristo, por otra parte, mencionó su papel como Sumo Sacerdote y la gloria que Él ha compartido con el Padre aun antes de la creación (Juan 17:5). Además, Cristo perdonó a la gente de sus pecados, los curó de sus enfermedades, y amonestó a sus discípulos para que creyeran en Él, todas estas cosas eran necesarias para el reconocimiento de su divinidad.
Jesucristo es la segunda persona del Dios de la Trinidad que fungió como el Hijo de Dios (Mateo 16:16; 26:63-64). Según el ángel que visitó a María, el Hijo que María daría a luz lo llamarían el Hijo Santo de Dios (Lucas 1:35). Justo después de que Juan bautizara a Jesús, una voz vino del cielo atestiguando, “Este es Mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17; ver también Marcos 1:11 y Lucas 3:22).
Esto significa que Su bautismo no era simplemente un ritual, sino el aprobado por Dios Padre. Se refiere al bautismo que Jesús recibió para tomar sobre sí mismo todos los pecados de la humanidad. Así es cómo Él cumplió toda justicia de Dios (Mateo 3:15). Momentos antes de que bautizaran a Jesús, Él dijo a Juan, “Deja ahora (es decir, bautízame), porque así conviene que cumplamos toda justicia” (Mateo 3:15). La Biblia declara que Jesucristo tiene el mismo poder que el Padre (Juan 5:26). El apóstol Pablo llama a Cristo como el “propio hijo” de Dios (Romanos 8:32). Y Juan dice que Cristo era “la Palabra [quien] era con Dios” (Juan 1:1). Él también lo describe como su único Hijo amado de Dios (Juan 1:14, 3:16; ver también 5:18, donde Jesús mismo llama a Dios como su propio Padre).
(2) La Naturaleza Humana de Jesucristo: La naturaleza humana de Cristo se enfatiza en el Nuevo Testamento. Nació el Hijo eterno de Dios “semejante a los hombres” (Filipenses 2:7-8).
Lo llamaron “Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5). Aunque Él era Dios mismo, Él se encarnó en un hombre y moró entre nosotros (Juan 1:14). En consecuencia, Él fue bautizado por Juan el Bautista. Él vivió entre la gente como hombre, y compartió su felicidad, alegría y tristeza. Y Él también comió el mismo alimento que ellos comieron. Él era un hombre no solamente en Su aspecto, sino también en Su carácter. Como otros, Él era también un descendiente de Adán (el linaje de la familia en Lucas 3:38). Y Él nació de una mujer (Lucas 2:6-7; Mateo 1:18-25, y Gálatas 4:4). Entre Sus antepasados estaban Abraham y David (Mateo 1:1).
Aunque Jesús mismo no tenía ningún pecado, Él, no obstante, vino a esta tierra en la carne de un hombre debilitado por los pecados. Es decir, Cristo vino “en semejanza de la carne pecadora” y al ser bautizado por Juan, cumplió con toda la justicia de Dios (Juan 19:30). Aunque Él sufrió y llevó en sus hombros nuestros pecados con Su bautismo, no fue distinto de otros (Isaías 53:2-3).
Sin embargo, aunque Cristo tenía la misma naturaleza humana que nosotros, Él nunca se entregó a la tentación del pecado. Según el autor del Libro de Hebreos, Cristo estaba “sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Jesús cargó los pecados solamente porque Él tomó los pecados del mundo sobre sí mismo al ser bautizado por Juan, y esta es la razón por la cual lo crucificaron para el bien de los pecadores. Refiriéndose a Cristo, Hebreos 7:26 establece, “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores”.
Las Tres Funciones de Cristo
Había tres clases de personas que eran ungidas con aceite en la época del Antiguo Testamento: los profetas, los sacerdotes, y los reyes (1 Reyes 19:16; Éxodo 40:13-15; 2 Reyes 9:3).
Cristo es el profeta y el maestro ungido por el Espíritu Santo. Y Él es también el divino Sumo Sacerdote. Los conceptos dichos de los muchos roles que Cristo desempeñó son todos bíblicos. Deuteronomio 18:15 establece, “Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis” (véase también el versículo 18). En el Salmo 110:4, Jehová es llamado Cristo, “tu eres sacerdote para siempre”. Zacarías 6:12-13 revela el Reinado de Cristo indicando que “el Hombre cuyo nombre es la RAMA” “llevará gloria” y “se sentará y dominará en Su trono”. Estas tres funciones de Cristo fueron cumplidas cuando Cristo vino a esta tierra, llevó en hombros todos los pecados del mundo al ser bautizado por Juan, fue crucificado y derramó Su sangre en la Cruz, y se levantó de entre los muertos.
A. Profeta: Como los profetas del Antiguo Testamento, Cristo cumplió con Su papel profético revelando la voluntad de Dios e implementando la Palabra de Dios a su pueblo. Pero Cristo no era simplemente un profeta o un mensajero. Él era el Profeta más grande para la humanidad. Su palabra era la palabra completa y perfecta de Dios a la cual nunca ningún profeta puede agregarle o restarle. Esto es porque todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento se ocultan en Él (Colosenses 2:3). Esto es también porque Él es “el único Hijo amado, que está en el seno del Padre” (Juan 1:18).
El mensaje de Cristo fue completo cuando Él había terminado Su misión: para cumplir toda la justicia de Dios, Jesús fue bautizado por Juan, derramó su sangre en la Cruz; y Él llama a cada pecador a ser redimido de todos su pecados en la justicia que Él cumplió. Por lo tanto, tal conocimiento verdadero de Dios y de enseñanzas en la salvación no puede ser logrado sin la creencia en el bautismo de Cristo y de la sangre de la Cruz. Los que no crean ya están condenados, porque ellos no han creído en el nombre del único Hijo amado de Dios, y continúan estando en pecado (Juan 3:18). Tampoco podrán encontrar el camino de la vida eterna. Porque los sermones de Cristo tenían poder y autoridad como Profeta, conduciendo a los oyentes a obedecer Su Palabra.
B. Sumo Sacerdote: En el salmo 110:4, hablando a Su Ungido, Dios dijo, “Tú eres sacerdote para siempre
Según el orden de Melquisedec”. Esto significa que Cristo es el Sumo Sacerdote, no de la orden de Aarón, sino que Él es el Sumo Sacerdote como resultado del llamado especial y singular de Jehová. Los sacerdotes del Antiguo Testamento, que habían servido en el Tabernáculo o en el Templo, eran los predecesores de este Cristo por venir, presagiando a Cristo como el perfecto y eterno Sumo Sacerdote. Él trabaja como el perfecto Sumo Sacerdote, “Porque no entró Cristo en un santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Hebreos 9:24).
Hay tres dimensiones del ministerio de Cristo como el Sumo Sacerdote.
Primero, Él se ofreció a sí mismo como sacrificio por nuestros pecados. Jesucristo, había redimido a toda la humanidad de la destrucción con su bautismo y muerte. Él cumplió con la justicia de Dios al obtener el rescate eterno para nosotros. El sacrificio de la expiación de Cristo había sido previsto y sabido por miles de años a través del sistema sacrificial bajo los antiguos rituales sacrificatorios de imposición de las manos. En detalle, esto fue típicamente revelado con la imposición de manos sobre la cabeza del cordero de Pascua y de su muerte.
En contraste con las ofrendas sacrificatorias de Aarón y de otros sacerdotes del Antiguo Testamento, que eran simbólicos y repetitivos, Cristo vino a esta tierra solo una vez, y tomando los pecados del mundo sobre Si Mismo con el bautismo que recibió de Juan y muriendo en la cruz, cumplió con la justicia de Dios de una vez por todas. Esta es la razón por la cual lo bautizaron y dio las perfectas ofrendas sacrificatorias en la Cruz. Cristo, Hebreos 9:26, “pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado”.
Él es el Cordero de Dios que con su bautismo llevó en sus hombros los pecados del mundo, cargándolos a la cruz (Mateo 3:13-17). Cristo nos revela a nosotros que Él mismo fue sacrificado como “nuestro propio Cordero de Pascua”. Sacrificándose a sí mismo por los pecados de la humanidad, Él pagó el precio del rescate a Dios por el bien de su pueblo. Como Hebreos 9:28 dice, “así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos”. Él no entró por medio de la sangre de cabras y terneras; pero Él entró en el lugar más Santo de una vez por todas por Su propia sangre, habiendo obtenido la redención eterna (Hebreos 9:12). Esto fue logrado al aceptar Su bautismo y la Cruz. Él hizo como los Sumos Sacerdotes del Antiguo Testamento en el día de la expiación había entrado en el lugar santísimo con la sangre del sacrificio.
Asimismo, al ser bautizado Su cuerpo, Cristo también aceptó que los pecados del mundo pasaran a Él, y ascendió al Cielo después de expiar todos los pecados del mundo con la sangre de la Cruz, de tal modo entró en el Santuario del Cielo con Su propia sangre de sacrificio. Haciendo así, Cristo ha salvado de su culpa y maldición a todos los que creen en Su bautismo y en su sangre.
Sobretodo, para la salvación de los pecados de Su pueblo, Cristo pudo lograr todas sus obras, incluyendo ser bautizado por Juan y el vertimiento de su sangre en la Cruz. Con Su “obediencia voluntaria”—es decir, siendo bautizado —Cristo cargó con los pecados de su pueblo, y con Su “obediencia activa” —es decir, cargando los pecados del mundo a la Cruz siendo crucificado —Él cumplió perfectamente con la justicia de Dios. Cuando creemos en esto logramos nuestra elegibilidad para la salvación. Viniendo a esta tierra y dando Su cuerpo como sacrificio por toda la humanidad, Cristo cumplió todas las obras de justicia de Dios. Haciendo así, Él ha salvado a su pueblo de todos sus pecados, que debido a la corrupción de Adán, se hicieron pecadores. Es por esta obra que Cristo cumplió perfectamente el plan de justicia de Dios. Dando el bautismo y Su sangre a Su pueblo, Él permitió que recibieran la justicia de Dios.
El segundo aspecto del ministerio sacerdotal de Cristo es la oración. Él no solo permite a la humanidad acercarse a Dios, sino que más que eso, Él les permite ir audazmente al trono de la gracia (Hebreos 4:16; ver también 10:19). Cristo no solo enseña cómo rezar (Lucas 11:1-4; Mateo 6:9-13), Él también garantiza ante Dios los rezos de quienquiera que rece verazmente en su nombre, e implorando a Dios basándose en sus obras, Él hace posible que los rezos sean contestados. Cristo por sí mismo ruega por su pueblo, y Él obra como el Intercesor que, por su bien, aboga en su favor y los defiende ante Dios.
Tales obras fueron hechas cuando Cristo ministraba en esta tierra (Lucas 22:32; 23:34; Juan 17), y continúan hoy siendo cumplidas, incluso después de que Él fuera exaltado y entrara en el Santuario del Cielo para sentarse a la derecha de Dios Padre (Romanos 8:34). Cristo entendía perfectamente todos los sufrimientos y tristeza de los seres humanos, sabía bien sus necesidades, y se acercó a tales necesidades con un corazón compasivo y misericordioso. Como dice Hebreos 4:15, “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”. Sus rezos reflejan su profunda comprensión de las necesidades de la humanidad.
La tercera dimensión del ministerio sacerdotal de Cristo es pedir por las bendiciones de su pueblo. En el Antiguo Testamento, uno de los deberes de los sacerdotes era la de bendecir e imponer las manos sobre su pueblo. Dios prometió que cuando los sacerdotes bendijeran a los descendientes de Israel en el nombre de Jehová, Él de hecho les daría sus bendiciones (Números 6:22-27). Asimismo, cuando Cristo ministraba en esta tierra, Su misma existencia en sí misma era ya una bendición, y cuando Él ascendió al Cielo, Él levantó sus manos y bendijo a sus discípulos (Lucas 24:50-51). Además, incluso hoy Él bendice a su pueblo con cada bendición espiritual del Cielo (Efesios 1:3). A través de su Espíritu, Él les concede los regalos del cielo, y les trae interminables lluvias de bendiciones.
Como esto, Cristo es Dios Mismo para quien no puede haber ninguna otra comparación, porque solo Cristo pudo hacer el sacrificio de la expiación, y, estando al lado de Su pueblo, Él solo cumpliría perfectamente con la ley. Como tal, solamente Cristo es el Intercesor que nos trae las bendiciones del Cielo. Ahora, si hay personas que no creen en Su ministerio sacerdotal, ciertamente no podrán encontrar a ningún otro sacerdote que pueda expiar sus pecados. Porque no pueden encontrar ningún intercesor que esté con Dios, ellos, lejos de recibir las bendiciones del Cielo, harán frente a su eterna condenación.
C. Rey: También ungieron a Cristo como Rey para Sus obras, como a los Reyes del Antiguo Testamento. Pero Él no es como los reyes precedentes, que lograron su gloria y su poder por la fuerza. Ungieron a Cristo como el Rey eterno, y como el Rey que reinaría con infinito poder, justicia y verdad.
Juan pone atención al hecho de que el Reino de Cristo “no es de este mundo” (Juan 18:36). Pablo, por otra parte, enseña que el Reino de Dios está constituido solamente “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17). El autor de Hebreos dice que este Rey gobierna con Su Palabra: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). Por otra parte, el soberano Reinado de Cristo no se limita a la nación Judía. Cristo es la Cabeza de la Iglesia, la congregación de sus creyentes (Efesios 4:15).
Esta iglesia ha sido redimida del dominio del Diablo, y se ha construido con la sangre de Cristo. Su Iglesia es conducida por el Espíritu Santo, y pertenece a Cristo por siempre. Como el Rey, Cristo protege a Su Iglesia contra cualquier peligro. Él no permite que ninguna fuerza supere a la Iglesia, no importa quién pueda ser. Incluso si tales fuerzas sean las puertas del Hades (infierno), no pueden prevalecer contra la Iglesia (Mateo 16:18).
Además, Su gobierno es misericordioso y perfecto. Con tal gobierno, Él hace que Su pueblo se someta a su autoridad y que obedezca Sus palabras. Además, aun aquellos que no reconozcan Su soberanía no pueden escaparse del reinado de Cristo, porque Dios Padre ha permitido al Hijo gobernar sobre el universo entero. El Padre ha dado a Cristo toda la autoridad. Jesús por lo tanto dice, “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mateo 28:18). Pablo escribe que el Cristo triunfante quitó a los ángeles malvados su autoridad (Colosenses 2:15). El Apóstol Juan dice que Cristo es “el soberano de los reyes de la tierra” (Apocalipsis 1:5).
La autoridad soberana de Cristo pareciera ser ignorada en esta tierra, y Su gloria puede parecer ser blasfemada, insultada, y ocultada por Sus enemigos malvados (Salmo 89:51). Pero Su majestad continúa brillando en el Cielo como el Rey de reyes y como el Señor de los señores (Apocalipsis 19:16). Al final, Cristo volverá en las nubes, y Él dará honor a los que han creído y avergonzará a los que lo han rechazado (Mateo 25:31-46). Cuando llegue ese día, el reinado de Cristo será manifestado a través de su justicia por todas partes en el cielo y en la tierra (2 Pedro 3:13, Apocalipsis 21).
En el Nuevo Testamento, Cristo era el Profeta, y al mismo tiempo Él era el Sumo Sacerdote y el Rey. Cuando Cristo habló como Profeta, Sus enseñanzas fueron acompañadas con su autoridad de Rey (Lucas 4:32). Cuando Cristo admitió a Pilatos que Él de hecho era Rey, El también dijo que Él vino a este mundo como Profeta a testificar la verdad (Juan 18:37). Cuando Cristo realizó milagros, se reveló Su autoridad soberana, tales milagros fueron asegurados por Sus enseñanzas proféticas, y estos milagros fueron concedidos por Su misericordia sacerdotal (Mateo 8:17).
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